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Neuromarketing, improntas y códigos culturales de nuestros clientes

Marketing y Comunicación | Artículo
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  • Junio 2021
Alejandro Martín

Alejandro Martín

Profesor y Director del Programa Superior en Dirección de Ventas de ESIC y Socio-Director de TDSYSTEM.

No te fíes de lo que la gente dice que quiere, descubre lo que su cerebro realmente prefiere

A veces, cuando me preguntan si bebo alcohol, como respuesta digo que tomo vino; «una copita en las comidas» me apresuro puntualizar. Y si observo una cara cuestionadora en mi interlocutor, acostumbro a añadir que así la comida es más digestiva y, además, forma parte de la tradición. En definitiva, que estoy consumiendo cultura.

Me imagino que hace unos años, cuando a alguien se le hacía esta pregunta, bien podía responder: «No, no. Bebo poco, vamos, lo normal». Eso sí, cuando se le pedía cierto detalle, podíamos encontrarnos con un relato del tipo: «Una copa de aguardiente en ayunas por la mañana, como manda la tradición, una cerveza para almorzar, media botellita de vino para comer y su correspondiente carajillo. Eso sí, si salgo con los amigos, lo mismo pueden caer un par de vinos más». Lo que se bebía en la cena y entre horas no lo consideraba, puesto que contabilizarlo incrementaría considerablemente la cuenta.

Por su parte, si se le pregunta ahora a un millennial, especialmente a un posmillennial, por su experiencia con el vino, probablemente la asocie a esas comidas formales que hacía con papás y familiares en las que todos, bastante serios y endomingados, celebraban o conmemoraban algo. Algunos en ese momento tal vez lo probaron como experiencia, pero preferían el blanco, un hecho que los hizo víctimas del comentario de aquel adulto que aseguraba que un buen vino, para ser tal, ha de ser tinto. En definitiva, se tomaba en una celebración familiar o, para los que ya estaban en el mercado de trabajo, en una profesional. ¡Con lo que le hubiera gustado a él pedir una cerveza o una Coca-Cola!

Si prestas atención, entre estos relatos hay diferencias:

  • En el primer relato se eligen las palabras evitando aquellas que tengan más sentido negativo (alcohol): se cambia beber por tomar, se utilizan diminutivos para designar el recipiente con el ánimo de reducir la percepción de consumo (copita) y, sobre todo, se habla de los efectos beneficiosos de la ingesta (se bebe por salud). Finalmente, se argumenta que cuando bebemos vino, consumimos y construimos cultura. Nos hacemos parte de ella.
  • En el segundo, las palabras utilizadas denotan normalidad y abundancia, no percibida, en el consumo. Se amplía la gama de bebidas alcohólicas y su consumo se vincula con diferentes actos cotidianos. Consumir alcohol forma parte del día a día. No se necesita una excusa para ello. Se consume porque es normal hacerlo. Es más, probablemente los abstemios despertarían cierta extrañeza y desconfianza.
  • En el tercero, el escenario emocional asociado era de familiaridad formal vinculada a una conmemoración y se corría el riesgo de ser tratado de poco conocedor y experto en quehaceres de tradición y consumo cultural. También, evidentemente, estaban expuestos al comentario indeseado de no saber lo que es un buen vino. Vamos, nada que ver con las asociaciones informales y gregarias que evocaba el consumo de cerveza y Coca-Cola.

No obstante, también hay similitudes, especialmente entre los dos primeros: en ambos se ve como normal la ingesta de una bebida alcohólica, en este caso el vino. Su consumo se asocia a los momentos de las comidas y la socialización, y finalmente el beber/tomar entra dentro de lo «normal», algo propio de nuestra tradición y cultura. Con el tercer grupo no lo tenemos tan fácil. Tal vez debamos dejar pasar unos años para que lo vean como una señal de tradición y cultura. De momento, excepto los que salen a tomar vinos y a «petarla», la cerveza y la Coca-Cola tienen ganada la partida en este grupo.

Visto lo anterior, me gustaría que reflexionáramos sobre qué haríamos si tenemos que introducir una marca de vino en el mercado. El vino en sí bien puede ser consumido por los sujetos de los tres relatos. No obstante, si nos tocara desarrollar una campaña de comunicación destinada a tal efecto, probablemente nos centraríamos en los segmentos representados en los dos primeros relatos. Pero ¿haríamos una única campaña para ambos segmentos? Sospecho que enseguida habrías observado su inconveniencia. Dependiendo de cómo, a dicha campaña solo sería sensible uno de los segmentos, pero no el otro; o bien, ninguno de los dos se sentiría identificado con ella.

Entonces, ¿cómo deberíamos proceder? Si me permites, me gustaría hacer un par de sugerencias. Mejor dicho, proponerte un par de conceptos que creo que nos pueden ayudar en tal propósito, a saber:

Las improntas (marcas fijadas por las experiencias más relevantes con el producto) y los códigos culturales (asociaciones que son activadas por las improntas).

Si te parece, aquí vamos a entender por impronta esa señal o marca (sabor, olor, imagen…) que ha quedado grabada en nuestro cerebro y que se activa cuando consumimos vino. Probablemente, el sujeto del primer discurso tuvo la oportunidad de degustar un buen caldo en una situación de socialización en la que participaba en algo (código cultural) y en la que el vino, o la percepción que tenemos de él, formaba parte de cierto, con perdón, postureo social (código cultural).

Para el segundo colectivo, el vino, sin despreciar todo lo anterior, era algo habitual, cotidiano. Quizá las primeras veces que lo probó se le quedó grabada su frescura, aspereza, etc., y consumirlo cotidianamente era indicador de haber llegar a cierto nivel de adultez. No era, como en el caso anterior, la estrella de la conversación y menos, evidentemente, la disculpa para que alguien se las diese de entendido. Se apostaba más por su generosidad que por su buqué.

Para los miembros del tercer colectivo, degustar algo sin azúcares añadidos y gases con cierto sabor fuerte y extraño, como bien puedes imaginar, no era lo que más deseaban en ese momento. Además, si se le añadía la formalidad y rigidez del momento del consumo, sazonado con ese permanecer en un segundo plano infantilizado, no es algo que genere buenas asociaciones respecto al consumo del preciado líquido.

Si le damos cierto predicamento a todo lo anterior, podríamos inferir que, aunque tengamos un único vino, deberemos disponer de tantos discursos como segmentos a los que nos dirijamos, aunque estoy seguro de que eso ya lo dominas. Pero, además de ser diferentes:

  1. ¿Está enfocado cada uno a impactar en las improntas del segmento al que se dirige?
  2. Una vez impactada la impronta, ¿se activa el código cultural deseado?

Si ese buqué en los primeros se asocia con participación y cierto nivel y forma de estar, vamos por el buen camino. En los segundos, si su frescura o aspereza sugiere cotidianidad y adultez, también lo tenemos garantizado. En cambio, en el tercero, como lo asocien con esas comidas pesarosas en las cuales siempre se les atribuía determinado nivel de inmadurez, creo que lo tenemos un poco más difícil.

Por tanto, mientras no sepamos qué improntas tiene cada segmento y qué código cultural activan, no pongamos ninguna campaña de comunicación en marcha, pues es probable que consumamos demasiados esfuerzos para obtener escasos resultados.

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